miércoles, 2 de marzo de 2011

El argentino Arturo Carrera llega al Festival 2011

(Crédito de foto: Sebastián Freire)

Nació en Pringles, provincia de Buenos Aires, Argentina, en 1948. Poeta, ensayista y traductor. Publicó más de veinte libros de poesía, entre ellos Escrito con un nictógrafo (1972), Oro (1975), Arturo y yo (1983), La banda oscura de Alejandro (1994), El vespertillo de las parcas (1997), Children’s corner (1999), Tratado de las sensaciones (2001), Carpe Diem y Potlatch (2004), La inocencia (2006), Las cuatro estaciones (2008), Fastos (2010). Sus libros de ensayos incluyen Nacen los otros (1993) y Ensayos murmurados (2009). En 2001 organizó la antología de jóvenes poetas argentinos Monstruos. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano y portugués, y ha traducido al castellano obras de Y. Bonnefoy, Michaux, H. de Campos, Ashbery y Pasolini.







Otra siesta
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I


No había mirábilis. Marcelina dormía. Los atrajo el vaho de la letrina al fondo del sendero de malvarrubias y ortigas.

El aire retenía como piedras el humo denso de la vecina loca que pared de por medio fumaba toscanos con la cabeza fajada en tules negros.

Entraron a la letrina como dos ángeles perdidos.

Competían a quién soportaba más tiempo el hedor de la mierda.

Las alas del más alto eran largas y rozaban el piso, como las del jovencito alado que en un cuadro de Magritte se asoma al río.

Puso en los dedos del más chico una moneda de cincuenta centavos y lo forzó a que se la llevara a la boca. Después también forzó para que entrara por la ranura de dientes apretados. Forzó con sus dedos que olían a fósforo, a pólvora de cohete recién raspado. Y exclamó con voz grave, muy baja pero hiriente: “tragá, dále, tragála...”

No tuvo tiempo a decirle “ya está”—y ya se había corrido del lugar silencioso.

Quedó un rumor apenas. Y a veces oigo el rumor. Y el olor en los dedos.

Estábamos en la escuela, en el bañito del portero Raúl. No había papel y me limpié con figuritas de cartón, redondas.

Cuando me iba apareció la maestra, con su guardapolvo de yeso impecable: “¿dónde estabas; sólo te di permiso para ir al baño? —dijo.


II

Pero está el que no satisfecho con la erótica pesadilla infantil que descuenta oro, va de letrina en letrina escribiendo sin tinta:

“...hay un poema, lo ignoro;
hay un amor,
una poesía. No sé;
como el enjambre de chicharras sordas
que reclaman los celos...”




Otra moneda

Y el dialecto de ellos, moneda de la infancia,
aunque la infancia fuera nuestra sombra
que pesa sobre la levedad de otro paladar ínfimo

—el diapasón,
diapasón para todos,
de la primera moneda —aguda en cada orden.

Entre la orfandad y el colmo de las madres,
las tías y las primas y las abuelas,

y abuelos padres,
tíos y primos últimos,

granizo de verano sobre cada imagen;
vago error en cada compás del caos.

Debiste de ir al fondo,
contar cada detalle, cada pelito, y
cómo se hacía el dinero en el metal,
cómo se dibujaba su poderosa métrica
infantil cuando al comienzo
ellas también tenían
bellezas del balbuceo: tin-tin-eo.

Pero no tienen estilo,
y aunque tengan repeticiones, sílabas,
se llaman monedas;
susurros parecidos, altos agudos pistilos
como en las flores;

no tendrán el asidero de tus sueños,
ni tu verdad, ni tu sigilo de la forma
en esa trama en zig-zag parecida al toma y daca.

¿Quién puso de relieve la regularidad oculta
de ciertos afectos tan vivos
que parecían desordenados?



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